lunes, 18 de junio de 2007


La hora de la siesta, la soledad, la crueldad del mundo que dejamos fuera de un espacio de intimidad y amor, a la hora de la siesta, la del sábado, la de la gripe, la con la hija recién nacida.

miércoles, 13 de junio de 2007

hacer carne lo complejo...



Se me ocurrió a propósito de un reclamo por la complejidad que le realiza un lector a un autor en otro blog. Un lector reclama al autor del blog el haber usado palabras demasiado complicadas para señalar algo que, según él, pudo haber dicho de manera más simple y fácil de leer.
Y me quedé pensando en eso, en que hay veces que la complejidad no es más que juntar palabras por impresionar, hablar en difícil. Pero esa no es la "verdadera" complejidad. Esa es sólo pretensión, y es divertido escuchar esos discursos en que en realidad no se dice nada, sólo se usan palabras lo suficientemente difíciles como para que la mitad más uno del público circundante ni siquiera se percate que el resultado final es un discurso vacuo, sin sentido.
En cambio sí disfruto la complejidad cuando las palabras arman distinciones, sutilezas, mundos que no existen antes que esas palabras complejas los construyan, en la palabra y en cómo la palabra se mezcla con lo que cada cual es.
Me engolosina cuando los discursos entrecuzan e integran distintas miradas acerca de lo humano, cuando intentan dar respuestas a dilemas sociales o a preguntas cuya respuesta es sólo un peldaño para articular nuevas preguntas. Entonces se hacen a veces necesarias distinciones más sutiles. Para dar cuenta de ellas los discursos se complejizan, se vuelven a veces reiterativos, para mirar desde varios flancos, para ir sumando, esta perspectiva, más esta, más esta otra, y construyendo herramientas de comprensión que enriquezcan y se permitan disentir.
Rechazar la complejidad a priori y desde una sensación subjetiva de dificultad para entender lo planteado no es una postura intelectual seria. Sí lo es permitirse ir intuyendo la comprensión de lo expresado por un autor que nos interesa, preguntando, dialogando con su texto, con sus palabras, con quienes ya lo entienden antes que nosotros.



LLOVIÓ




La lluvia comienza a caer y mientras caminas bajo ella, hay un momento en el que hay que tomar una decisión: que te moje no más.
Relajar los músculos de la cara y del poto y caminar como si nada, sintiéndola cómo moja, cómo hiela, cómo refresca, cómo purifica, cómo cae.



No se puede estar bajo la lluvia sin aceptarla, sin abandonar la idea peregrina e inocente de que si contraemos lo suficiente los ojos y la nariz, si apretamos mucho las piernas y ponemos bien tieso el cuello, entonces vamos a evitar que nos moje.


Al final, sólo quedamos helados y adoloridos luego de las horas de estar tiesos tratando de parar el fluir del agua.




Pero a veces llueve y estamos en el medio de un bosque, y tenemos rabia y desesperación porque llueve y no para, y en un momento de máxima sabiduría aceptamos la lluvia, salimos de debajo del árbol con la frente en alto, un poco mareadas, sintiendo un calor profundo por dentro y por fuera el agua, en el pelo, en los ojos, en la cara distendida, el agua que corre por el cuello hasta dentro de la blusa y el sostén, hasta los calzones, el agua que empapa el pelo, los pantalones, los calcetines, los zapatos, y sentimos el frescor, sentimos cómo cae y cae sin que le importemos nosotros y nuestra necesidad de estar siempre a salvo de lo que se mueve.
El agua es así, no admite detención, se escabulle, busca su camino, y se necesitan duras y rígidas estructuras, rígidos y sintéticos materiales, para detener su paso inclemente.
El agua se desliza por la cara, por los ojos abiertos, sin contracción, busca su camino natural hacia la tierra y sólo somos parte de su camino, nos dan ganas de estar más en ella, de sacarnos la ropa, los zapatos, la blusa mojada, los calzones, y dejarla ya que moje sin esperar nada a cambio.