miércoles, 13 de junio de 2007

LLOVIÓ




La lluvia comienza a caer y mientras caminas bajo ella, hay un momento en el que hay que tomar una decisión: que te moje no más.
Relajar los músculos de la cara y del poto y caminar como si nada, sintiéndola cómo moja, cómo hiela, cómo refresca, cómo purifica, cómo cae.



No se puede estar bajo la lluvia sin aceptarla, sin abandonar la idea peregrina e inocente de que si contraemos lo suficiente los ojos y la nariz, si apretamos mucho las piernas y ponemos bien tieso el cuello, entonces vamos a evitar que nos moje.


Al final, sólo quedamos helados y adoloridos luego de las horas de estar tiesos tratando de parar el fluir del agua.




Pero a veces llueve y estamos en el medio de un bosque, y tenemos rabia y desesperación porque llueve y no para, y en un momento de máxima sabiduría aceptamos la lluvia, salimos de debajo del árbol con la frente en alto, un poco mareadas, sintiendo un calor profundo por dentro y por fuera el agua, en el pelo, en los ojos, en la cara distendida, el agua que corre por el cuello hasta dentro de la blusa y el sostén, hasta los calzones, el agua que empapa el pelo, los pantalones, los calcetines, los zapatos, y sentimos el frescor, sentimos cómo cae y cae sin que le importemos nosotros y nuestra necesidad de estar siempre a salvo de lo que se mueve.
El agua es así, no admite detención, se escabulle, busca su camino, y se necesitan duras y rígidas estructuras, rígidos y sintéticos materiales, para detener su paso inclemente.
El agua se desliza por la cara, por los ojos abiertos, sin contracción, busca su camino natural hacia la tierra y sólo somos parte de su camino, nos dan ganas de estar más en ella, de sacarnos la ropa, los zapatos, la blusa mojada, los calzones, y dejarla ya que moje sin esperar nada a cambio.

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